¡AIDETA, TOCA LA GUITARRETA!
Esta es una historia más de perros; pero es mi historia, como la vi y viví yo; A mi perrita le dediqué todo el amor del mundo, que le podía dar una niña de mi edad,
¡AIDETA, TOCA LA GUITARRETA!
Aida nació en el 73, el día del Pilar…. buen día para nacer, yo acababa de cumplir los siete años
Vivía con mis padres en Alcoy en la Colonia de Aviación, perteneciente a la base aérea de Aitana.
-¡Aideta, toca la guitarreta!- le decía mi padre, y ella, sin pensárselo dos veces, se ponía “pantxa” arriba y esperaba a que le rascara la barriga, y a cada rascada movía su pata trasera como si estuviera tocando la guitarra.
MI padre, una noche nos reunió en salón.
Que querrá nos preguntábamos todos; algunos todavía con lengua de trapo.
-Nos van a regalar una perra; escuchar bien; aunque seáis pequeños; será uno más de nuestra familia, vivirá, se divertirá y si hace falta sufrirá con nosotros; será como una hermanita de cuatro patas.
-A dormir.
Aida fue la menor de seis hermanos, y siempre fue considerada nuestra “hermana” pequeña como dijo mi padre, y como un hijo más fue tratada en casa. Dormía en su alfombra a los pies del radiador en la habitación de la abuelita, viajaba en el coche a los pies de mi madre, veía la televisión a los pies de mi padre…. siempre a los pies, pero no podía ser de otra manera, este teckel en vez de ser salchicha era una auténtica morcilla de Monóvar ¡le llegaba la barriga al suelo! Y con sus tropecientos kilos de peso le era imposible subirse a cualquier sitio…. Bueno, imposible para una perra lista hay pocas cosas.
Vivíamos por aquel entonces en la Colonia de Aviación, una urbanización de unos 9.000 m2 de parcelas, totalmente vallado pero con 1.001 agujeros por donde uno salía y entraba según nos viniera bien (ir a robarle las granadas al vecino, las manzanas o una simple excursión a la acequia cercana… todo lo prohibido nos gustaba; era simple deleite). Ninguno de los chalets estaba vallado así que Aida era el ama de aquellos 9.000 m2 de parcela y a nosotros se nos hacía imposible controlar todo lo que comía ¡tenía todo el campo sembrado de barras de pan, huesos de jamón y cualquier cosa que pudiera comerse!.
Se levantaba a las 7h de la mañana a desayunar con mi padre, y mientras él se vestía ella pasaba revista a toda la casa, entraba habitación por habitación y si veía alguna mano asomando por la cama la chupaba; teníamos que dejar las puertas abiertas por la noche antes de acostarnos, si encontraba alguna cerrada al realizar su “ronda mañanera” rascaba y rascaba hasta que quien dormía en esa habitación, se levantaba adormilado y le abría.
A las 8h empezaba su jornada en la calle; mi padre salía a coger el autobús; ella se quedaba ya fuera. Cuando nosotros, los niños, íbamos a coger el bus del cole empezaba su recorrido matinal con un único objetivo: comer. Alguna mañana la seguí para descubrir por qué hacía aquellas cosas extrañas.
Empezaba a bajar la cuesta y llegaba a la primera escalera que daba a unos chalets, se asomaba; unas veces bajaba y otras no; ¿por qué? A ella no le gustaba ni subir ni bajar escaleras, a no ser que fuera absolutamente necesario; su preciada barriga le llegaba al suelo. Pues bien, ella miraba desde arriba, si el cubo de basura que había debajo en la escalera estaba tumbado, bajaba, si estaba en pie ni se molestaba. Ya intuía que habían pasado los basureros y poco había que rascar, aunque siempre encontraba algo que le viniera bien. Una vez lista la primera basura se iba a por la segunda, y otra vez los mismo: se asomaba a la escalera y viendo el panorama, decidía si bajar o no.
Para las 10 h de la mañana ya estaba en la puerta de la urbanización, en el puesto de guardia de los soldados, qué casualidad ¡justo a la hora que ellos almorzaban! Y con cara de pasar más hambre que el perro de un ciego, se colocaba allí con ellos a esperar su bocadillo.
Y lo conseguía.
Siempre le preparaban un bocata, por mucho que les dijéramos que no era un perro que pasara hambre, que lo que era es un-perro-caradura; que no le dieran nada….
La cara de pena que tiene…….decían algunos soldados que todavía no la conocían; y hala, bocata de panceta.
Luego mi querida abuela remediaba el entuerto preparándole a más de un soldado el bocata que Aida había decidido desayunarse en cualquier pequeño y mínimo descuido.
Después de su “nuevo” almuerzo, nos llamaban a casa a decirnos que un perro un poquito gordo, seria para no quedar mal; estaba en la puerta y se podía escapar: -No, ella no sale de la valla, no se escapa, ella baja a ver si cae algún bocadillo de….……. Panceta si puede ser; le contestaba mi abuela.
Tras del almuerzo con los soldados continuaba con su recorrido, ahora toca las basuras de la cuesta de la izquierda, todo cuesta arriba y sin escaleras, menos mal que sólo había una caseta de basuras en ese lado, pues no le hubiera dado tiempo a estar a las 11h en la guardería, donde estábamos nosotros; los peques.
Como un reloj a las 11 h estaba ya en el patio de la guardería re-almorzando por decimoquinta vez con los niños: el que la conocía y no le tenía miedo le daba un trozo, al que se le caía un trozo de bocadillo al suelo ya no lo volvía a ver, saludaba a los niños uno a uno y cuando la “Sé” tocaba la campana para que entráramos a clase, Aida cogía el portante y se marchaba a visitar los restantes cinco cubos de basura que le quedaban camino ya de casa, era buena hora, y estos ya estaban en pie; los vecinos ya habían comenzado a llenarlos, pero; ¿Cómo tumbar estos cubos si ella no te llegaba ni a la rodilla? Para eso contaba con sus amigos los gatos, esperaba a que hubiera alguno dentro dándose el festín y entonces le ladraba, del susto tumbaba el cubo y salía espantado, y Aida hacía buena cuenta de lo que en el encontraba. Con el tiempo se buscó otro aliado para los cubos de arriba, Rommel, un pastor alemán que no comía del cubo de basura hasta que ella hubiera acabado, parecían el punto y la i; compañeros de fatigas, donde el jefe de la manada era, como os podéis imaginar, Aida y el otro obedecía sin rechistar; otras veces se llevaban a Kisy, hija de Aida, que vivía unos chalets más allá, otra salchicha preciosa, de color negro fuego, encantada de la vida de poder ir de basuras con esa extraña pareja.
Ya son las 12. 30´ y Aida va camino del jardín de casa a tomar el sol, va a paso de…. eso, a paso de Aida, como decimos aquí en mi casa, lenta, con el culo de aquí para allá con la cabeza rastreando el suelo, no sea que haya algo para comer y se lo pase por alto.
El chofer del autobús del colegio, el Pegaso, ya la conocía, paseando por medio de la carretera, la veía, reducía la marcha y hala, detrás de ella a paso de caracol, Aida no se apartaba ni de casualidad, para eso ella era el ama de todo, y Torres nos gritaba.
¡¡Loreto, baja y aparta a tú perro, que sino hoy no comemos!! Nunca hubo un atropello, ni de Aida, ni de otros perros, ni de los niños que por allí en medio jugaban.
Torres era todo paciencia.
Así pasaba sus mañanas Aida, todos los días y a la misma hora, para rematar la abuelita le ponía su plato de comida, pero claro, había días que ya no le cabía nada más en esa barriga y se tumbaba a tomar el sol mirando al plato, mientras los pájaros, si ella los dejaba, claro, daban cuenta de la misma.
Aun estando morcilla como estaba, tenía fuerzas y ánimo para todas las tardes, cuando allá a las 4 pasaba el pastor por el otro lado de la valla de la colonia, con varias cabras y cuatro ovejas, pastando, le decías: -Aida ¡cabritas!- y a reacción subía la montañita de tierra y enredadera hasta la valla, ladrando sin cesar…. y las cabritas ni se inmutaban; ya la conocían. Todo era para que nosotros viéramos que era muy valiente, todo fachada; a veces cuando no mirábamos estaba al otro lado de la valla paseándose con el pastor “pastando” como una más entre cabras y ovejas.
Las vacaciones nos gustaba pasarlas generalmente donde mi padre tuvo su primer destino: en Mallorca.
A la primera bolsa de zapatos que se situaba en la puerta preparando el equipaje, Aida (que ya contaba con 7 años) ya estaba allí sentada esperando, no vaya a ser que nos fuéramos sin ella. Siempre era la primera en montar en el coche y la primera en bajar.
Para subir al chalet de Pollensa, existía una escalera empinada de más de 30 escalones, todos seguidos y sin descansillo.
Aida por aquí no subirá; pensábamos todos.
Y Aida desaparecía al momento.
-Id a buscarla, nos conminaba mi padre; yo acabo de recordar que hay un camino que lleva al garaje de la casa, así que voy a subir el coche.
Y todos los peques a buscar Aida.
Pero nos encontraba ella a nosotros
-¿Dónde la habéis encontrado?
- Pues ya llegando a casa por el camino de atrás.
No había estado allí en su vida pero ya se las había ingeniado para no subir las escaleras.
Donde veraneábamos existía una playa que estaba salvaje; como nosotros, había que ir caminando casi dos km desde el chalet, a nosotros no nos importaba.
Aida no le gustaba el agua así que se quedaba en casa a recrearse de su diaria siesta; elegia siempre el mismo pino; “raquítico “daba poquísima sombra, pero a ella le gustaba.
Eso si, a las seis que era la hora de nuestra merienda, allí estaba Aida puntual, tal vez pensaba que si no llegaba a esa hora se quedaría sin su preciado manjar.
Sandra, nuestra vecinita de 3 años, que siempre intentaba hacerle a Aida rulos en su duro pelo, enfermó, la operaron a vida o muerte, en 15 días Aida no se movió de la puerta de su casa, ni iba a merendar con nosotros.
Eso sí, pero Aida no adelgazo.
La niña en el hospital no hacía nada más que decirle a mi abuelita, cuando íbamos a visitarla, que se le trajera en una cesta a Aida para que no la vieran los médicos, y mi abuela buscó por casa una cesta donde poder llevársela.
¿Pero dónde vas? Si Aida necesita el baúl de la Piqué para poder transportarla y así seguro que nos pillan.
No sé cómo se las ingeniaba mi abuela pero llevaba Aida todos los días a ver a Sandra nuestra, vecinita, amiga de su gordita perra; como ella le llamaba.
Muchas historias que contaros de Aida, nuestra hermana pequeña, fué feliz y fuimos felices con ella, disfrutó de todos los días de su vida, tuvo una existencia en total libertad; libre, nos cuidó y la cuidamos, nos quiso y la quisimos.
……Y esa fue mi niñez, una infancia feliz, pero que no hubiera podido concebirla sin mi añorada y gordita Aida.
Estudiaba en Madrid en el año 1989, cuando me comunicaron que Aida había muerto, unas grandes lágrimas se deslizaron por mis tristes mejillas, ya apenadas por la distancia.
Decidí desde peque que mi vida debería transcurrir siempre con un perro a mi lado. Aida me enseñó tantas cosas, me dio tanto afecto.
Mis padres me inculcaron grandes valores, me educaron con cariño y palabras.
Aida lo hizo con gestos y con la mirada, me enseño fidelidad, cariño, afecto, amor, dulzura, lealtad……
Después de tres años volvimos a nuestro chalet y habitual zona veraniega de Pollensa, nada más descargar las maletas me fije en un frondoso pino.
¿Este no es el pino “raquítico” donde se tumbaba Aida a tomar la sombra y descansar de su “azarosa”, vida, comente?
Mi padre por más respuesta, me dijo:
Aquí enterramos Aida.
De nuevo los recuerdos y las lágrimas volvieron aflorar a mi mente y a oscurecer mis ojos.
Ahora comparto mi pequeño apartamento y más de media cama con la perra, más “fea” del mundo, un teckel enano sin dientes y sin media mandíbula; sólo puede comer salchichas.
¡¡Te pondrás como Aida!! le reñía.
¿Y esa Aida quién es, parecía que me decía?
Y ella seguía a lo suyo.
Pero yo la adoro, es mi perra, es mi Cuca…… pero esa es otra historia
Willy y así fue mi añorada Aida.
Loreto