Los sonidos del silencio

 

Los sonidos del silencio

Lo primero que percibí fue el sonido del cordón umbilical al separarme de quien hasta en esos instantes me había proporcionado vida.

 A partir de ese momento, el silencio fue eterno.

 No escuché los primeros llantos que luego me explicaron entoné.

Y también me perdí las risas placenteras de mi madre al acogerme entre sus brazos.

 Aun sin formarse mis lágrimas de niño, estas empezaron pronto a resbalar por mis aun sonrosadas mejillas al escuchar los murmullos de mi papi. “No seré el padre de un subnormal”.

Al observar la tristeza de mi mama, intuí que a partir de ese momento seria ya su única compañía.

Comprendí que para mí el mundo de los sonidos estaría vetado. Pero escucho los constantes susurros que me regala la naturaleza.

 Me he perdido tantos sonidos. Bueno, a veces pienso que no.

 Mi enfermedad es crónica, pero no trágica. Percibo sonidos que para los demás están vetados.

 No escucharé las mentiras de las personas, ni los suplicios de los desamparados, tampoco los   berridos de los   animales cuando les maltratan, ni los estallidos de las bombas cuando   siembran muerte.

 Pero con paciencia y en perpetuo silencio aprendí a escuchar el entrañable sonido del vuelo de las golondrinas, el   crepitar de los pececillos bailar bajo las cascadas de agua. Y oigo los susurros del viento húmedo que mueve los arboles y roza las nubes.

Y cuando se acerca el otoño escucho las hojas caer hasta tropezar con las piedras posadas en el húmedo suelo de mi jardín.

Y siento la lluvia descender y el entrechocar de sus gotas contra los cristales de mi ventana.

Y descubro los desiguales silencios de los que continuamente estoy rodeado.

 Cada mañana con Atom acurrucado a mi lado, permanezco frente a la casa amarilla y la contemplo.   Su color transmite a mis vanos oídos el sonido del trigo movido por el viento mañanero de una   mañana escarchada. Me transfiere paz. Mi silencio se entrecruza con el respirar intermitente de mi   perro. El me mira siempre en infinito sigilo. Desde el principio entendió que no debe  inmiscuirse en   mi perpetuo mutismo.

 Pero de lejos ausculto un pedalear suave y armonioso. Una muchacha  nos mira de soslayo y sigue su camino, ausente, distraída, altanera.

Y dejamos transcurrir el tiempo en una agradable monotonía que nos trasladan a ecos inacabados.

Y al instante de traspasar el umbral de la casa amarilla,  nos dirigimos al invernadero que regento. Y comienzo a escuchar mis plantas como se desarrollan y susurrarse entre ellas la felicidad que desprenden.

Y saboreo los placeres de mi desdicha.

Y escucho el tintineo de los pistilos y las conversaciones de los pétalos. Y me acaricia el olor que desprenden, y saboreo sus zumos cuando  exprimo su dulce néctar.

Estoy rodeado continuamente de sonidos para otros inapreciables. Es más apacible que tus oídos se colmen del sonido del silencio, que de los estruendos del mundo exterior.

 

 Perdón, no me presente, soy Francisco  (mi madre se acordó de Goya). Naci con Hipoacusia.

 Manu &  Willy